El sistema electoral vigente hasta hace unas semanas ha funcionado y muy bien.
El próximo 4 de abril se cumplirán nueve años del nacimiento del Instituto Nacional Electoral. La reforma electoral de 2014 convirtió al hasta entonces Instituto Federal Electoral (IFE) en un órgano de carácter nacional (el INE), encargado de organizar ya no sólo los comicios federales, como había ocurrido hasta entonces, sino también, de manera coordinada con los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLE), las elecciones estatales y municipales de todo el país.
El propósito explícito de esa reforma fue que la calidad técnica y operativa que se había alcanzado para entonces en las elecciones federales se garantizara también en todos los comicios locales. Para ello, la idea fue estandarizar y homogeneizar tanto la institucionalidad electoral en el plano estatal, como las reglas, procedimientos y criterios con los que se organizarían los procesos electorales en las 32 entidades federativas.
De ese modo, se constituyó un sistema nacional de elecciones en donde al INE se le otorgó la función de ser un órgano rector que, además de cumplir con funciones específicas en las elecciones estatales, también tendría que nombrar a las y los consejeros electorales de los OPLE y supervisar que su actuación se apegara a los principios rectores de la función electoral establecidos en la Constitución.
La reforma de 2014 fue muy compleja y difícil de interpretar. Su adecuada instrumentación requirió que el INE expidiera en 2016 un Reglamento de Elecciones muy voluminoso para establecer de manera detallada cómo debían cumplirse las responsabilidades tanto del propio Instituto, como de los OPLE. Sin embargo, fue una reforma exitosa a la luz de sus resultados.
En estos nueve años, el INE ha organizado 331 procesos electorales, incluyendo a comicios federales y locales, elecciones ordinarias y extraordinarias, los primeros dos ejercicios de participación ciudadana a nivel nacional, dos procesos para definir a las dirigencias del PRD y de Morena, así como una elección para elegir a los integrantes de la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México.
Pero más allá de la gran cantidad de comicios organizados (en comparación el IFE organizó 18 elecciones federales en 23 años), el dato más importante es que en ninguno de esos procesos electorales ha habido un conflicto post-electoral, con lo que estos nueve años son el periodo más largo de estabilidad política y de gobernabilidad democrática de toda nuestra historia.
Sin duda ha habido una intensa litigiosidad, pero ésta siempre se ha canalizado a través de los cauces institucionales previstos para atenderla y procesarla: los tribunales electorales. Y en ningún caso se ha dejado de cumplir con alguna de las sentencias que se han emitido.
Además, esas elecciones han producido el mayor nivel de alternancia de toda nuestra historia democrática, con un índice —a nivel nacional— de poco más de 62%, lo que significa, dicho de otra manera, que en estos años, la probabilidad que tiene un partido político que ha ganado una elección de volver a triunfar en las urnas en la ronda electoral siguiente, es de apenas una de cada tres. Y si analizamos los resultados en el plano de las gubernaturas que se han disputado en elecciones organizadas por el INE, encontramos que ese índice aumenta a casi el 70%. En efecto, de 56 elecciones de ejecutivos locales que se han realizado, en 39 ha habido un cambio de partido gobernante.
Estos dos datos son la mejor muestra de que el sistema electoral que ha estado vigente hasta hace unas semanas ha funcionado y lo ha hecho muy bien. Por eso es incompresible que la reciente reforma a seis leyes electorales (conocida como “Plan B”), se haya planteado alterar radicalmente la capacidad operativa del INE —poniendo en grave riesgo el cumplimiento puntual de sus atribuciones y, con ello, la autenticidad de nuestras elecciones—, así como las condiciones de equidad en la competencia que han permitido hasta ahora un “piso parejo” para todos los partidos políticos y candidaturas.
Por el bien de nuestra democracia y de nuestras elecciones, cabe esperar que los tribunales de la República ante los que se ha planteado la inconstitucionalidad de la reforma, reinstauren el orden constitucional y democrático que se vio vulnerado y nos permita a las y los mexicanos seguir gozando de muchos años más de estabilidad política, de elecciones auténticas y, por ello, de paz pública.