El domingo 20 de octubre se realizaron elecciones generales en Bolivia. La expectativa residía en las elecciones presidenciales en las que Evo Morales buscaba, a través de su tercera reelección, alcanzar su cuarto periodo en el gobierno, luego de 14 años ininterrumpidos en el poder.
La posibilidad de que Evo buscara nuevamente la Presidencia fue ampliamente cuestionada. Evo llegó al poder, por primera vez, en 2006. Al cabo de un par de años promovió y consiguió en 2009 un profundo cambio constitucional. La nueva Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia estableció, a su vez, la posibilidad de una sola reelección presidencial consecutiva, cosa que, luego de haber sido electo en primera instancia a la luz de la nueva carta fundamental en 2009 (y tomar posesión en 2010), consiguió en las elecciones de 2014.
Sin embargo, a instancias del propio Evo, en 2016 se convocó a un referéndum para consultar una modificación a la Constitución y permitirle al presidente una ulterior reelección. El resultado fue contundente: 51% de la población se pronunció en contra de esa pretensión. A pesar de ello, el asunto se llevó ante el Tribunal Constitucional que, en 2017 y bajo el argumento de que el impedimento a una ulterior reelección violaba sus derechos políticos, habilitó a Evo y a su vicepresidente para volver a estar en la boleta.
Muchos eventos adicionales marcaron el camino a esta última elección: la renuncia de varios miembros del Tribunal Supremo Electoral (TSE) —incluida su presidenta—, la acusación de un sesgo en favor del gobierno en varias de sus decisiones por parte de la oposición y una intensa campaña publicitaria de obras públicas con la imagen y el nombre del mandatario. Además, en la discusión pública se instaló la narrativa de que un fraude electoral estaba en curso.
Para contrarrestar esa idea, el TSE instrumentó una serie de decisiones, como el hacerle una auditoría internacional a su padrón electoral (a cargo de la OEA) que incorporaba por primera vez datos biométricos, o bien la introducción de un mecanismo de emisión preliminar de resultados (el programa de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares, equivalente a nuestro PREP), que prometía un flujo pronto y oportuno de los resultados la noche misma de la elección.
Así se llegó a la jornada del domingo pasado, en donde un poco más de 7 millones de electores decidían el futuro político del país. Salvo algún cuestionamiento menor pero potencialmente delicado —como el hecho de que el TSE invitó a la ceremonia de inicio de la jornada electoral al vicepresidente García Linera, candidato y compañero de fórmula de Evo Morales—, la votación transcurrió en paz, sin mayores incidentes y de manera masiva (en Bolivia el voto es obligatorio y con consecuencias importantes en caso de no ejercerlo).
El TSE había establecido que alrededor de tres horas después de las 16:00 horas (cuando se da el cierre de la votación), y una vez consolidados los datos del TREP, se harían públicos los resultados preliminares que arrojara ese sistema. Así ocurrió a las 19:40: Con 83.85% de las actas computadas, Evo encabezaba la votación con 45.71% de los votos frente a 37.84% recibido por Carlos Mesa, su principal opositor. Faltaban, se dijo, los resultados de algunas de las áreas rurales más alejadas. Ese resultado prefiguraba la realización de una segunda vuelta, al no haberse cumplido los requisitos para resolver la elección presidencial en un solo turno (que algún candidato obtuviera más de 50% de los votos o bien, teniendo más de 40% aventajara al segundo lugar con más de 10 puntos porcentuales).
En el escenario de la segunda vuelta coincidían, además, todos los Conteos Rápidos a cargo de varias instancias privadas que circularon en esas horas.
Hasta ese momento todo transcurría con normalidad… A partir de entonces, la historia corrió otro rumbo: el TREP interrumpió la transmisión de datos ¡durante 24 horas!, el acceso a la página de los resultados se bloqueó, Evo proclamó su victoria (Mesa había celebrado poco antes la realización de una segunda vuelta en la que sus posibilidades electorales se incrementarían sustancialmente), y todo ello en medio del silencio más absoluto de la autoridad electoral.
Ello provocó que se desataran una serie de protestas públicas, algunas incluso violentas, en varios lados del país, mientras la especulación se disparaba. La incertidumbre se incrementaba conforme pasaban las horas y el TSE seguía sin aparecer.
Finalmente, la noche del lunes el TSE hizo públicos nuevos datos: con casi 96% de los votos escrutados, Evo Morales contaba con 46.85% de los votos frente a 36.73% de Carlos Mesa, lo que resolvería la elección en primera vuelta, diluyendo la posibilidad de un balotaje.
Si bien no hay elementos, por el momento, para dudar de la veracidad de los resultados oficiales, el precario manejo de la información (de hecho, no hubo información) por parte del TSE provocó que la elección recibiera un grave impacto en su línea de flotación en términos de certeza y credibilidad.
El futuro político de Bolivia es hoy incierto, pero la violencia —justo lo que las elecciones democráticas buscan conjurar— ya está presente en ese país. Las lecciones que nos deja esa elección son la mejor prueba de que el cuidado de la democracia es un conjunto de responsabilidades colectivas que, si no se cumplen puntualmente, pueden provocar que aquella zozobre.
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