La democratización del régimen político mexicano constituye uno de los logros más significativos de nuestra historia reciente. Con el impulso de seis reformas electorales federales promulgadas en las décadas pasadas y de los respectivos procesos de ajuste en las entidades federativas, los órganos electorales cumplieron en la generación de condiciones para materializar los ideales de justicia y libertad en la construcción de la representación política nacional.
A inicios de los noventa, dichos organismos enfrentaron el reto de garantizar comicios con certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad y de superar la desconfianza social que privaba sobre la actuación de las autoridades y los resultados de las elecciones.
Con elevados estándares de eficacia operativa y técnica en las tareas registrales, regulación de la competencia y del cómputo de la votación, los organismos electorales construyeron la confianza necesaria para la transformación pacífica del régimen y para el arribo a la era de la alternancia democrática desde el año 2000.
Concluido el periodo de la transición política, la democracia mexicana comenzó su travesía en un contexto cualitativamente diferente, signado por una competencia más intensa y renovada en sus prácticas; una ciudadanía más plural, competente e informada; y un reparto más equitativo del poder político; factores, todos ellos, que después del 2006 en varios frentes evidenciaron la necesidad de fortalecer la capacidad de arbitraje de las autoridades electorales derivada de los esquemas normativos e institucionales vigentes en ese momento.
Las reformas electorales de 1990 a 2014 y sus correlatos en los estados constituyeron la respuesta a las nuevas condiciones de pluralidad y competitividad que distinguen a las democracias complejas. Me refiero al fortalecimiento de la autonomía de los organismos electorales y de sus capacidades para implementar con atingencia un nuevo modelo de comunicación y de competencia política, enderezados hacia la equidad, la transparencia, la austeridad y la rendición de cuentas, pero también hacia el fortalecimiento de mecanismos para la actualización, depuración y salvaguarda de los registros ciudadanos y la seguridad en la credencial para votar.
Hoy, los organismos electorales enfrentan el desafío de actuar con congruencia frente a las propuestas de nuevas reformas, buscando contribuir al fortalecimiento de la confianza y a la disminución de los costos de las elecciones. El dilema no es si se quiere ahorrar o no, si se apoya o no la política de austeridad, todas las instituciones deben estar por el uso más racional de los recursos públicos, el dilema está en la identificación precisa de las áreas de oportunidad y en la decisión más importante: avanzar hacia el voto electrónico que agilice la recepción y contabilidad de los sufragios, significando además la posibilidad de un ahorro superior a los 4000 millones en cada elección.
El trayecto recorrido desde 2014 por el INE y por los oples, permite un balance inicial: en estos años el esquema generó condiciones para la elección de más de 22 mil 800 cargos en los tres niveles de gobierno con estabilidad y paz social, instaló más de 574 mil casillas, buscó a más de 30 millones de ciudadanos para convocarlos a participar como funcionarios y generó amplia certeza informando sobre la alternancia en 23 gubernaturas.
En reconocimiento de las legítimas aspiraciones ciudadanas de contar con procesos comiciales ejemplarmente organizados y de que la democracia se traduzca en buen gobierno y mejores condiciones de vida para todos, los institutos electorales, cada uno en el marco de sus competencias y en respeto a la soberanía de nuestro sistema federal, deben aportar su experiencia y conocimientos para demostrar la necesidad de que prevalezca y se vigorice el modelo actual.
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