En el modelo electoral de México prevalece el voto físico, el que es marcado con crayones sobre boletas impresas que se depositan en urnas transparentes para luego contarse manualmente y registrar el resultado, también a mano, en actas que concentran las cifras de cada casilla dispersa en todo el territorio involucrado en los comicios, aunque esos datos no se quedan sólo en papel, también se digitalizan, se capturan para alimentar sistemas informáticos que permiten la existencia del programa de resultados electorales preliminares, del conteo rápido o el sistema de cómputos que van mostrando los números finales horas o días después de la jornada de votación. Las actas físicas se digitalizan también y, salvo casos marginales de error humano, coincide siempre todo lo físico con lo digital.
La tecnología en el proceso electoral se usa para contar los votos y para realizar las estimaciones de tendencias pero es inexistente para recibir los sufragios y esa lógica parece inamovible desde hace años entre quienes consideran que deben mantenerse las boletas tradicionales porque existe la creencia de que ese método es más confiable que cualquier modelo electrónico, aunque en realidad no es así.
Las razones en las que se funda la desconfianza para transitar a una ecuación de votación electrónica como la que se aplica en muchas democracias europeas, en Estados Unidos o países de América Latina sin mayores problemas, no repara en que ningún sistema, ni los físicos ni los electrónicos, son infalibles si no se diseñan con mecanismos adecuados de seguridad.
Se trata de una discusión añeja en donde hay argumentos razonables que pueden atenderse, pero de ningún modo apostar por el voto electrónico significa desestimar la certeza o aligerar los candados de confianza, al revés, la tecnología puede ayudar a reducir costos y errores humanos, agilizar tiempos en los que podemos saber quién ha ganado o perdido una elección.
Los antecedentes del voto electrónico vienen del siglo XIX, cuando la Oficina de Patentes de Estados Unidos le dio patente a Thomas Alva Edison, a propósito del registro electrográfico de votos, diseñada para facilitar el voto de congresistas, y en Lockport, Nueva York, se utilizó en 1892 una máquina de votación automática, la llamada “cabina de Myers” que funcionaba con palancas mecánicas. En Brasil el voto electrónico tiene más de dos décadas funcionando y en México se han dado ejercicios aislados en estados como Jalisco y Coahuila, aunque desde 1911 la ley electoral abría la posibilidad para la votación automatizada, que nunca se ha concretado de manera general.
La fórmula de voto electrónico no es única, hay experiencias en donde se vota de manera remota y otras en donde se tiene que acudir a la casilla o centro de votación para utilizar una máquina que registra de forma automatizada y segura cada voto. Hay casos donde es a partir de biométricos como la huella dactilar como se acredita el principio de un ciudadano (a) es igual a un voto e incluso urnas electrónicas con respaldo físico, una especie de recibo que da garantía al elector de que su voluntad dejó un comprobante almacenado, una base física para auditar o contrastar lo electrónico sin que medie papel costoso o crayones o factor humano.
Hay urnas electrónicas que no dependen de ninguna conexión a Internet, elemento que pudiera suponer en el imaginario de desconfianza alguna idea genérica de hackers que mágicamente alteran los resultados sin dejar rastro.
Modificar el esquema de papel, crayones y personas capacitadas contando a mano cada sufragio enfrenta un argumento que alude a transitar paso a paso, no correr antes de caminar en esa ruta, pero es un hecho que si no empezamos podríamos quedar atrapados en un método que es cada vez más complicado y costoso porque ahora hay casilla única, votos diferenciados entre coaliciones y calendarios de comicios locales y federales empatados.
En estos tiempos, el impulso de ejercicios de participación ciudadana similares a la consulta popular podría normalizarse no sólo para el tema del aeropuerto, y quizá existe ahí una buena oportunidad para detonar esa transición entre el papel y la tecnología utilizada a favor de un mejor modelo de recepción y conteo de votos.
Hoy el Congreso tiene sistemas de votación electrónica, los sistemas para difundir resultados son electrónicos y la necesidad de abrir espacios de votación es mayor porque se arraiga poco a poco la democracia participativa sobre temas diversos, no sólo respecto a la renovación de poderes. En consecuencia, el voto electrónico debe recibir una oportunidad para acreditar en la práctica sus beneficios y colmar esa transición necesaria del costoso papel, el crayón, las millones de impresiones o las desveladas de funcionarios de casilla, por un eficiente modelo de recepción y conteo electrónico de votos, que evite las inhumanas jornadas de trabajo de los funcionarios de casilla después de las votaciones y los titánicos recuentos de los paquetes electorales por los órganos electorales.
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