Conocí a Yndira Sandoval en 2014 cuando yo era Consejera Electoral en el otrora IEDF y ella directora de Coordinación del Sistema de Unidades del INMUJERES DF, por lo que mucho me sorprendió la nota de Sanjuana Martínez, que generaba indignación social y a la par una campaña de linchamiento mediático a través de redes sociales, derivado de una filtración de videos donde aparecía Yndira aparentemente bajo los efectos del alcohol, con lo que se difundía contenido que viola el debido proceso de su caso.
Las voces que se hicieron escuchar en apoyo a la víctima rápidamente dieron una lectura diferente y supeditaron los hechos denunciados al comportamiento que tuvo Yndira durante su detención. En otras palabras, la denuncia de la detención arbitraria y las agresiones, así como la violación a su derecho de acceso a la justicia perdió importancia y pronto se privilegió el escarnio público como crítica a su comportamiento.
No debemos ser omisos en que ante estos escenarios las autoridades deben realizar una investigación seria, imparcial y sin dilación, en garantía de ese derecho. En el caso de Yndira Sandoval, el acceso a la justicia se ve mermado, y es un ejemplo más de lo que enfrentan muchas víctimas. Más allá de pensar en la veracidad de las denuncias, las autoridades deben atenderlas en el momento preciso sin desestimar los testimonios. En el caso que nos ocupa, es necesario trascender ese imaginario colectivo, todavía con raíces patriarcales, que no permite asimilar que una mujer pueda ser ultrajada por otra mujer. Yndira, entonces, no podía ser víctima: no cumplía con los estándares para serlo, entre otros elementos, por la condición de su agresora y por la peculiaridad de los hechos.
La situación que vive Yndira no es un testimonio aislado de violencia a activistas que viven una revictimización.
Pienso en Digna Ochoa y Plácido, asesinada el 19 de octubre de 2001, después de 2 meses de que se le retiraron las medidas cautelares y provisionales que solicitó a la CIDH y a la Corte IDH, debido a amenazas y agresiones físicas. 10 años después de su asesinato se archivó el caso, evidenciando un proceso que el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional catalogó de largo y poco diligente.
En 2014 Bárbara Varela Rosales fue víctima de secuestro y violación, y fue revictimizada por las autoridades quienes señalaron un consentimiento del ataque por parte de Bárbara. Ese mismo año, Sandra Luz Hernández fue asesinada, y 8 días después capturaron al responsable, pero fue puesto en libertad por falta de pruebas pese haber confesado el homicidio.
En 2012, Miriam Rodríguez Martínez sufrió el secuestro de su hija de la que encontró sus restos 2 años después. El 10 de mayo (hay que hacer hincapié en la fecha) de 2017 fue asesinada, no sin antes haber solicitado medidas de protección a varias instituciones, pues tuvo conocimiento de la fuga de dos reclusos culpados por el secuestro de su hija.
Hoy Yndira es acosada en redes sociales y su casa ha sido allanada. Ante ello, no podemos perder de vista que el comportamiento de una persona no puede justificar la desvalorización de las agresiones por las autoridades, las cuales tienen la obligación de iniciar las investigaciones correspondientes con prontitud y perspectiva de género, en aquellos casos donde, éstas y otras situaciones similares se presenten, a fin de evitar que se repita la violación al derecho de acceso a la justicia de alguna persona que pase por esas experiencias alarmantes.
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RESUMEN