Toda democracia es perfectible y puede mejorar, pero qué y cómo debe “mejorar” son cuestiones debatibles y dependen del concepto de democracia que se adopte. La discusión sobre el contenido y alcance de una posible reforma electoral no es menor, sino que pasa por acordar el tipo de democracia que queremos como país: una democracia liberal (incluyente y con contrapesos fuertes) o una no liberal (primordialmente mayoritaria y con menos contrapesos), o algún punto entre las dos.
Desde mi perspectiva, hay al menos cuatro aspectos que podrían mejorar en nuestro sistema electoral. Primero, liberalizar el modelo de comunicación política. La reforma de 2007-2008 estableció una regulación sumamente estricta de los tiempos en que los partidos pueden hacer actos de campaña y precampaña, pero en cada elección vemos que la clase política no está dispuesta a sujetarse a ella, lo que se ha convertido en una fuente de deslegitimación constante. Además, este modelo no resuelve el problema de fondo de la inequidad en la contienda electoral: el uso de recursos públicos prohibidos o de procedencia ilícita. Quizás convendría liberalizar las restricciones temporales y, en cambio, fortalecer la fiscalización del dinero en la política.
El segundo aspecto a mejorar es justamente la fiscalización. Actualmente, el INE tiene importantes atribuciones en esa materia (por ejemplo, no está limitado por los secretos bancario, fiduciario y fiscal), pero su capacidad para fiscalizar el dinero en efectivo o para obligar al cumplimiento de sus requerimientos a otras autoridades es aún limitada. Convendría avanzar hacia un sistema nacional de fiscalización, más robusto y con presupuesto suficiente, que imponga la coordinación obligatoria entre el INE y autoridades federales y locales competentes en el manejo, regulación y vigilancia de recursos públicos y privados. Vigilar y transparentar por completo el dinero en elecciones es indispensable no sólo para la equidad en la contienda, sino también para evitar el flujo de dinero ilegal en las campañas.
Tercero, la adopción de nuevas tecnologías en el ejercicio del voto es ya una exigencia inaplazable. Implementar un modelo híbrido de votación electrónico-presencial (para atender la brecha digital que es cercana al 17% y proteger la secrecía del voto) y una lista nominal electrónica podría disminuir significativamente el costo de organizar elecciones, ayudaría a proteger la integridad del Padrón Electoral y reduciría el tiempo de espera para conocer los resultados de los comicios.
Y cuarto, es imperativo corregir los aspectos disfuncionales de la elección de integrantes del Poder Judicial. Desde el registro de candidaturas y la geografía electoral, hasta el cómputo de votos y el sistema de medios de impugnación, la legislación vigente tiene un gigantesco cúmulo de deficiencias que deben corregirse. El mínimo indispensable y urgente es que la elección de personas juzgadoras no coincida con la elección de los poderes ejecutivo o legislativo.
Existen, sin embargo, otros aspectos de nuestro sistema electoral que deberíamos preservar o, en todo caso perfeccionar, si es que queremos seguir viviendo en una democracia liberal. El primero son las reglas que garantizan algún grado de equivalencia entre votos y escaños (es decir, la representación proporcional). Si bien la legislación actual no garantiza la proporcionalidad exacta entre votos y escaños (de hecho genera la sobrerrepresentación de los partidos mayoritarios), sí permite que los partidos minoritarios tengan alguna representación en el Congreso. Eliminar la elección de legisladores por el principio de representación proporcional o sustituirlo por el de primera minoría solamente causaría mayor sobrerrepresentación de los partidos mayoritarios y eventualmente expulsaría del sistema a los partidos más pequeños.
Si la crítica a los legisladores “plurinominales” es que las cúpulas partidistas (y no los electores) deciden las candidaturas ganadoras, entonces se podría transitar, por ejemplo, hacia un modelo de proporcionalidad pura (que cada partido reciba un porcentaje de escaños equivalente a su porcentaje de votos) a partir de listas de candidaturas abiertas y desbloqueadas (el partido integra la lista, pero el ciudadano decide a quién le asigna su voto). De esta manera, la decisión final sobre los ganadores estaría en manos de la ciudadanía y todos los partidos políticos (grandes o pequeños) tendrían representación en el Congreso.
Segundo, el financiamiento público suficiente para partidos políticos y autoridades electorales es indispensable para la supervivencia de los partidos más pequeños y para organizar elecciones íntegras y accesibles. Reducirlo no resuelve un problema real de gasto: el financiamiento anual del INE representa apenas el 0.2% del Presupuesto de Egresos de la Federación (es decir, 20 centavos de cada 100 pesos), y el de los partidos políticos el 0.08% (8 centavos de cada 100 pesos). Si el problema es la eficiencia del gasto o el descontento con el desempeño de los partidos, entonces deberíamos aprovechar las ventajas de la tecnología, fortalecer el sistema de fiscalización o vincular la fórmula de financiamiento de partidos al grado de descontento ciudadano, en lugar de poner en riesgo la existencia de partidos minoritarios o la calidad de las elecciones.
El tercer aspecto que debemos cuidar es la autonomía, integridad y confidencialidad del Padrón Electoral y de la Lista Nominal de Electores. A lo largo de más de 30 años, el INE ha construido la base de datos biométricos más grande y confiable del país y, gracias a ella, ha garantizado siempre el principio de “un ciudadano, un voto”. Sin esa relación confiable de personas y electores podrían regresar prácticas profundamente dañinas para la democracia como el voto múltiple o el sufragio de los difuntos. El Padrón Electoral es la piedra angular de la democracia mexicana y así debe permanecer.
Finalmente, el más importante: preservar la autonomía, el profesionalismo y el carácter ciudadano de las autoridades electorales. La autonomía tanto constitucional como financiera es fundamental para proteger la independencia e imparcialidad de quienes organizan elecciones. El profesionalismo o servicio de carrera permite acumular experiencia y aprendizajes para organizar mejores elecciones, independientemente de los cambios en la política y los gobiernos. Y el carácter ciudadano o la participación de nuestros vecinos en la jornada electoral es un factor esencial de legitimidad democrática.
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