El 25 de junio Guatemala celebró elecciones generales en las que se renovó el Congreso, las corporaciones municipales, las diputaciones del Parlamento Centroamericano y, por supuesto, la presidencia y vicepresidencia de la República.
Con un padrón electoral de 9.3 millones de personas y una participación de 59.37%, la elección se distinguió porque nueve de los partidos políticos participantes interpusieron un amparo contra el Tribunal Supremo Electoral ante la Corte de Constitucionalidad. En los amparos presentados se solicita que, ante las dudas en los resultados, se lleven a cabo audiencias de revisión para cotejar lo obtenido en las mesas con lo impactado en las actas. Este hecho ha sido calificado por instituciones internacionales como la Organización de Estados Americanos de “extrema judicialización del proceso electoral”.
Más allá de la politización inherente a cada proceso electoral, vale la pena conocer y reconocer el funcionamiento institucional, así como el cauce de la cadena impugnativa en comparación con México, que en el artículo 99 de la Constitución Federal establece que las sentencias de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación son definitivas e inatacables por lo que, en palabras llanas, no son revisables por ninguna instancia superior. Desde 1986, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) no conoce asuntos en materia electoral.
Sin embargo, el pasado 5 de julio, la Segunda Sala de la SCJN llegó a la conclusión que, en casos excepcionales, es posible admitir a trámite las controversias constitucionales que se interpongan contra las resoluciones del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Los acontecimientos recientes en Guatemala nos llevan a reflexionar sobre la posibilidad de que algo similar pueda ocurrir en México. Ante el fallo reciente de la Corte, debemos analizar de qué manera estamos acercándonos a una situación en la que la restricción del artículo 99 constitucional pueda volverse obsoleta con todas las implicaciones que ello conlleva, empezando por el riesgo de generar un exceso de litigios y conflictos judiciales, que bien podrían impactar en la confianza, estabilidad y eficacia del proceso electoral, además de la dilación innecesaria en la resolución de las controversias electorales.
La situación de Guatemala pone en relieve la importancia de construir un andamiaje sólido que genere certeza de los procedimientos llevados a cabo por la autoridad electoral y de los propios resultados electorales. Por ello trabajar día a día para generar confianza en las instituciones y en el sistema democrático mismo, no es tarea menor.
Mientras tanto, esperemos que Guatemala logre una segunda vuelta exitosa el próximo 20 de agosto.
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