La lucha por el poder político de una sociedad siempre implica, y siempre ha implicado, una confrontación entre adversarios que buscan imponerse a los demás. Eso es algo consustancial a la actividad política sin importar si estamos en una democracia o en una autocracia.
En ese sentido la polarización, entendida como la diferenciación de las posturas políticas en direcciones contrapuestas, ha estado presente, en mayor o menor medida y con diversa intensidad, a lo largo de la historia sin importar el régimen de gobierno instaurado.
En todo caso, el cómo se asume y, sobre todo, cómo se procesa dicha polarización constituye una de las diferencias fundamentales entre las democracias y las autocracias. En las primeras, las diferencias y la confrontación que se da entre las distintas posturas políticas se procesan y resuelven por vías pacíficas e institucionales (es decir, conforme a las reglas pactadas y convenidas para ello), mientras que, en las segundas, suelen resolverse mediante métodos autoritarios (esto es, mediante la imposición, incluso violenta, de las propias opiniones y posturas sobre quienes piensan distinto).
Además, en los sistemas democráticos la polarización es asumida como una consecuencia de la convivencia entre personas o grupos que piensan distinto y que, en la lucha por el poder a través de elecciones, confrontan sus puntos de vista buscando el favor del voto ciudadano. Pero, en todo caso, la propia lógica de funcionamiento de la democracia supone un conjunto de procedimientos para procesar y superar la polarización en aras de una convivencia pacífica y civilizada entre esos grupos distintos y hasta contrapuestos. La existencia de una serie de reglas vinculantes (e idealmente acordadas entre todos) para acceder al poder, permite que la polarización no derive en rupturas, sino que la misma se supere y dé paso a una convivencia tolerante de todos entre sí.
Por el contrario, en las autocracias, la polarización es la esencia misma del ejercicio del poder. Aquí el énfasis en las diferencias y su exaltación constituyen la lógica misma del actuar político. A quien difiere de uno, no se le ve como un adversario legitimado para competir por el poder, sino que se le asume como un enemigo al que hay que enfrentar y cuya existencia resulta necesaria para generar un espíritu de cuerpo entre quienes piensan como nosotros. En este sentido, la política es asumida como conflicto entre quienes tienen la razón y quienes carecen de ella y, por ello, deben ser combatidos. Y cuando no hay un enemigo real se le inventa porque resulta indispensable para la propia narrativa (que, casi siempre —se asume—, tiene una naturaleza épica). Aquí no hay espacio para la tolerancia frente al otro pues eso diluiría la esencia misma de la política que se centra en la descalificación y en la sumisión de quien es o piensa distinto. Carl Schmitt, precursor ideológico del nazismo lo explica muy bien al reducir la esencia de la política a la confrontación “amigo-enemigo”.
Por eso cuando la polarización es “aderezada” con el valor antidemocrático por excelencia: la intolerancia, la convivencia pacífica en sociedades diversas y plurales (como son todas las contemporáneas) se pone en riesgo. Porque cuando al de enfrente no se le reconoce como un adversario legítimo y legitimado para competir en igualdad de condiciones por el poder político, al que debe respetarse y tolerarse, sino como un enemigo al que hay que enfrentar y subyugar, las bases que sustentan al sistema democrático se resquebrajan peligrosamente y se abre la puerta a derivas autoritarias.
Así, cuando desde el poder se atiza la polarización a partir de la intolerancia, cuando se divide a la sociedad entre buenos (los que, por supuesto, están con el poderoso) y malos (los que se le oponen), se descalifica y denuesta a quienes se les identifica como enemigos, se habla en nombre del pueblo (como si la sociedad fuera algo homogéneo y monolítico y no algo plural y diverso) y se señalan a sus “enemigos”, las alertas democráticas deben encenderse, porque el peligro es inminente.