Una de las principales características de las elecciones en México es que son realizadas por un personal especializado que garantiza que se cumpla con los altos estándares técnicos que ha alcanzado la organización electoral. Ello ocurre sin importar la vastedad de nuestro territorio, la presencia en muchas zonas del crimen organizado, la existencia de incontables conflictos sociales de diversa índole y la intensidad de la competencia política, entre muchas otras complejidades.
Gracias a la profesionalización de los funcionarios encargados de las elecciones, periódicamente se instalan prácticamente todas las casillas en cualquier rincón del país (en 2021 fueron más de 162 mil), integradas por ciudadanos sorteados y debidamente capacitados en sus domicilios (se realizaron más de 13 millones de visitas domiciliarias en la pasada elección federal), operan con altísima precisión y efectividad los mecanismos de difusión preliminar de resultados y se cuentan con transparencia todos votos durante los cómputos. Además el personal que integra el Servicio Profesional Electoral Nacional (SPEN) del INE tiene a su cargo fiscalizar puntualmente todos los ingresos y gastos que realizan partidos y candidatos, realizar el monitoreo permanente de las transmisiones de radio y televisión de todas las emisoras del país para verificar el cumplimiento del modelo de comunicación política vigente, mantener actualizado el padrón electoral que es la base de datos personales —incluidos biométricos— más grande del país (con 95 millones de registros) y expedir más de 16 millones de credenciales para votar de manera gratuita cada año.
Se trató de una venturosa apuesta histórica que, por su relevancia, implicó que en 1990, al fundarse el IFE, se plasmara en la Constitución al “profesionalismo” como uno de los principios rectores de la función electoral.
El llamado “Plan B”, siguiendo la hoy conocida instrucción gubernamental de “destazar al INE”, tiene en la virtual destrucción del SPEN uno de sus principales objetivos. La intención es evidente: la reforma electoral (cuya aprobación es inminente) supone desaparecer ¡el 84.6% de las 2,571 plazas que lo integran! Así, por ejemplo, de las 792 plazas que hoy están adscritas a la función registral (administrar el padrón electoral y expedir la credencial) sólo sobreviven al descuartizamiento 32.
Sin embargo, lo más grave ocurre a nivel de las Juntas Distritales (los 300 órganos que operan las elecciones en el campo y que permiten que estas se lleven a cabo). Cada una de ellas se integra hoy por 5 vocalías (todas ocupadas por miembros del SPEN que ingresan al INE por concurso público y son capacitados y evaluados permanentemente): la ejecutiva (que coordina los trabajos y preside el Consejo Distrital), la secretarial (que es responsable de todos los temas jurídicos y administrativos), la de organización (que tiene a cargo toda la logística electoral), la de capacitación (responsable de la selección, capacitación y asistencia de los funcionarios de casilla) y la del registro de electores (que supervisa el funcionamiento de los módulos de atención ciudadana y garantiza la integridad del listado de votantes). Todos ellos cumplen funciones esenciales concurrentes y paralelas durante las elecciones. Pues esas 5 plazas son sustituidas, en la reforma, por una única vocalía operativa que sólo puede tener una persona a su cargo. El resultado será catastrófico: por primera vez en 30 años, de prosperar los irracionales cambios, estará en entredicho que en el futuro se instalen todas las casillas, que éstas estén ubicadas en donde corresponde y que estén integradas conforme a la ley. En suma, las elecciones mismas se comprometen.
La operación legislativa que la mayoría oficialista ha impuesto cumple con creces la tarea destructiva que se le pidió realizar y no la operación quirúrgica que debía haber supuesto un eventual ajuste a las reglas del juego democrático para mejorarlas. Nadie pretende el inmovilismo, simplemente garantizar que sigamos teniendo elecciones ciertas y confiables y eso, ahora, está en riesgo.
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