Hace tan solo un par de décadas, en el amanecer de este nuevo siglo, la democracia se erigía triunfante en la mayor parte del mundo. Las autocracias iban retrocediendo de forma paulatina en todas las regiones del orbe.
Hoy, sin embargo, las tendencias globales parecen apuntar en una dirección muy diferente.
En efecto, hoy más que nunca, la democracia en el mundo muestra signos inequívocos de retroceso, los espacios cívicos se achican en muchos países, crece la desconfianza ciudadana con sus representantes y el desencanto con las instituciones de la democracia. Se aviva la desinformación y el engaño desde el poder político, y crece el acoso en contra de la libertad de expresión y, señaladamente, en contra de las instituciones encargadas de la organización de elecciones.
Las sociedades contemporáneas son crecientemente complejas y, en muchas ocasiones, difíciles de comprender en toda su pluralidad, riqueza cultural, amplia diversidad social, pero también con sus profundas desigualdades, persistente violencia, ofensiva corrupción y amenazas climáticas.
Si bien perfectibles, la democracia y las elecciones son, precisamente, la ruta más civilizada que la humanidad ha encontrado para enfrentar y resolver sus desafíos, incluyendo los que hoy nos aquejan. Así lo muestra la historia y así lo plantea el anhelo de millones de personas, destacadamente mujeres y jóvenes, que en años recientes han salido a las calles para exigir sus derechos y demandar mejores condiciones de vida, en democracia.
Y la democracia se funda, parafraseando a Ortega y Gasset, en ese mísero detalle técnico que es el proceso electoral, todo lo demás depende de ello.
Por eso, resulta fundamental para quienes somos responsables de la función electoral en nuestros países promover la defensa de los valores, comportamientos e instituciones que permitan que la democracia y las elecciones perduren y se perfeccionen como mecanismo esencial para solventar los problemas que nos afectan y construir un mejor futuro colectivo.
La democracia solo perdura si se practican los principios esenciales que le dan soporte, cuando se respetan y aceptan los resultados de las elecciones, de todos los resultados, y no solo aquellos en los que se obtiene el triunfo.
La democracia se preserva cuando las elecciones y la integridad electoral se comprenden como el único recurso posible para la lucha pacífica por el poder político. Por el contrario, la democracia se pierde cuando se ve en las elecciones no una oportunidad para la confrontación abierta de las diferencias, de ideas y programas, sino como un simple medio para la conquista de cargos y posiciones, a toda costa.
La democracia solo puede crecer cuando la política, con todas sus pasiones e intensidad, se entiende como medio para fraguar consensos, a partir de la persuasión entre personas libres. Por eso, la democracia se diluye cuando la política se usa como instrumento para la polarización, para el acoso y la segmentación simplista y antipluralista de las sociedades.
La democracia es posible cuando las instituciones que se encargan de organizar los procesos electorales ejercen sus funciones de forma autónoma del poder político. En contraste, la democracia se vulnera cuando dichas instituciones y quienes laboran en ellas, son objeto de descalificaciones, amenazas e incluso agresiones físicas, cuando son sujetas a la asfixia presupuestal, y amedrentadas con reformas legales que esencialmente buscan facilitar la influencia del gobierno e incluso permitir la captura institucional.
Lograr superar el hostigamiento que hoy vive la democracia en buena parte del mundo es fundamental para su supervivencia. Pero para lograrlo, eso no basta, resulta fundamental que los órganos electorales consolidemos la alianza que nos es consustancial con la sociedad. Nuestra función de arbitrar la política, de garantizar las reglas del juego democrático y de construir las condiciones para que el voto libre de los ciudadanos sea el único juego aceptado en la sociedad (parafraseando a Juan Linz (“the only game in town”) para definir el acceso al poder político y a los espacios de representación, aceptado por todos, sólo puede conseguirse refrendando esa alianza con los diversos sectores de la sociedad a la que nos debemos en última instancia.
En esa función resulta fundamental también el acompañamiento que viene desde fuera y que busca blindar la integridad de nuestros procesos electorales. En los tiempos que corren, a la democracia se le defiende desde adentro, frente a los malos jugadores que apuestan por su erosión y frente a las pulsiones autoritarias que en tiempos de polarización, desinformación, poco compromiso con los valores y principios que la inspiran, flotan y permean en el ambiente, pero se le defiende desde fuera también. La defensa de la democracia no es un asunto nacional, es un asunto global. Eso explica la presencia de un número inédito de observadores en Brasil el día de hoy. Eso explicó la solidaridad y la presencia de un número altísimo de observadores el año pasado en México cuando la autoridad electoral de ese país enfrentó un hostigamiento desde el poder que alertó a la comunidad internacional.
A la democracia la defendemos todos, porque la democracia de cada país es también un patrimonio global. Si a la democracia en un país le va mal, a todos, incluso los que vivimos en otro lado, nos va mal.
Los problemas de la democracia solo se solucionan con más democracia, y dentro del mismo arreglo democrático. Sin atajos antidemocráticos de supuesta eficacia y sin falsas salidas que suspenden derechos y el orden constitucional. A esto estamos comprometidas todas y todos.
En todo el mundo, la democracia enfrenta desafíos muy importantes. Las expectativas no cumplidas por los gobiernos democráticamente electos, las crisis económicas, los problemas estructurales –pobreza, desigualdad, corrupción, impunidad e inseguridad– que aquejan a la mayoría de los países y la sacudida que implicó la pandemia de COVID-19 (con su secuela de efectos políticos, económicos y sociales) han generado un sentimiento de descontento con el que, a la fecha, sigue siendo el mejor sistema de gobierno y de convivencia social que haya ideado la humanidad: la democracia.
Es natural y hasta comprensible que, frente a la persistencia de problemas en muchos casos ancestrales, amplios sectores de nuestras sociedades se sientan excluidos, inconformes e indignados frente a sus gobiernos y frente a las instituciones de la democracia.
Ése es el principal desafío que enfrentan los regímenes democráticos de todo el mundo: cómo encarar ese descontento y cómo atender eficazmente esos reclamos legítimos mediante mecanismos democráticos y legales, y no a través de presuntas soluciones políticas que, además de no resolver los problemas de la ciudadanía, encarnan en su lógica graves riesgos de retroceso democrático.
Siempre he sostenido que los problemas de la democracia sólo pueden resolverse con más democracia, y no mediante respuestas fáciles, salidas falsas o medidas aparentemente populares, que en su interior contienen el germen de graves regresiones autoritarias.
A la decepción con la democracia, en nuestro siglo se suman otros factores que están implicando serios retos para las democracias. Uno de ellos es consecuencia del desarrollo de las tecnologías de la información, la irrupción de las redes sociales y el acceso cada vez más generalizado a Internet, fenómenos que permiten la circulación masiva e inmediata de información (muchas veces falsa), de franca desinformación o que hacen muy fácil la propagación de discursos de odio e intolerancia que contribuyen a polarizar aún más a las sociedades.
Otro reto, que es quizás aún más preocupante, es el asedio permanente hacia instituciones de la democracia –en primera instancia, pero no sólo, a los órganos electorales– por parte de gobernantes que, paradójicamente, llegaron al poder por la vía de las urnas. En varios países, son visibles al menos cuatro estrategias en ese sentido: a) las campañas de desprestigio hacia autoridades electorales mediante la difusión de noticias falsas o medias verdades sobre esas instituciones y sus funcionarios; b) el acoso personal a los altos oficiales electorales que ha llegado a la amenaza abierta y, en ocasiones hasta a la agresión física o persecución penal; c) la asfixia presupuestal mediante recortes supuestamente justificados por el “alto costo” de la política y las elecciones; y finalmente, d) las reformas legales que buscan minar la autonomía de los organismos electorales, al reducir la calidad de sus procesos técnicos bajo el pretexto de la austeridad presupuestal o, incluso, proponerse su captura para propiciar un arbitraje a modo de los intereses de los partidos gobernantes.
Ése es el delicado contexto en el que hoy desplegamos las misiones de observación electoral en las que serán las elecciones más grandes de América Latina, bajo una premisa y una convicción: nuestro papel es, como siempre lo ha sido, generar un contexto de exigencia a las autoridades electorales del Brasil para, con ello contribuir a incrementar la integridad electoral de este proceso democrático y en ese sentido, nuestros informes reportarán, desde una perspectiva comparada, los resultados de nuestra observación y las recomendaciones que, como sugerencia, les proponemos hacia el futuro. Pero hoy también tenemos otra función: contribuir a blindar la democracia brasileña con el acompañamiento a un sistema que ha sido uno de los más sólidos y, por ello, una clara referencia en nuestra región y el mundo.
La observación electoral hoy tiene, en consecuencia, una función técnica, indudablemente (somos técnicos, expertos en los procesos electorales que observamos la actuación de las autoridades electorales —TSE—), pero también, implícitamente, tenemos una función política: ayudar a cimentar la confianza pública en las elecciones y en los responsables de organizarlas, conducirlas y calificarlas.
Para eso estamos aquí, para contribuir desde nuestra tinchera que, una vez más, la democracia brasileña se recree debidamente a través de las eleciones como ha venido ocurriendo durante el largo periodo de estabilidad política, paz pública y gobernabilidad democrática que durante década a caracterizado a esta nación hermana, frente a los desafíos que hoy enfrenta.
Permítanme un último comentario, como jefe de la misión de observación electoral de UNIORE. Hemos tenido presencia desde hace algunos meses en Brasil y hemos desplegado ya un par de misiones en el país, una misión de avanzada y una misión técnica para auditar la urna electrónica. En este acto hago entrega al Presidente Alexandre de Moraes de los informes que dan cuenta de los resultados de esas misiones.
Termino con una certeza: todo está listo… para que el domingo, una vez más, los brasileños vuelvan a darle una lección de compromiso democrático al mundo y, con ello, contribuirán al fortalecimiento de la democracia en los tiempos complejos que hoy enfrenta en todo el mundo.