El 5 de febrero la Constitución Política de México cumplió 105 años. En el acto oficial de conmemoración, el presidente Andrés Manuel López Obrador llamó a realizar una reforma constitucional para «para que de una vez y para siempre se acaben los fraudes electorales».
Para un observador ajeno a la realidad mexicana, podría resultar loable que el gobernante busque impulsar la legalidad en los comicios. Pero quien conoce México y su historia reciente, sabe que si en algo ha avanzado el país es en la edificación de un sólido sistema electoral que ha permitido tres alternancias en las cuatro elecciones presidenciales en lo que va del siglo y que los poderes públicos se renuevan en elecciones tan competidas como genuinas.
López Obrador ha sido beneficiario directo de la democratización de México. Presidió en los años noventa uno de los tres partidos protagonistas de la democratización, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), cuando se logró la autonomía constitucional para el entonces Instituto Federal Electoral (IFE), hoy Instituto Nacional Electoral (INE). También cuando en 1997 la izquierda consiguió su primer gran victoria en las urnas, al obtener Cuauhtémoc Cárdenas la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México. En el año 2000, López Obrador ganó la capital del país, que gobernó hasta 2006. Fue tres veces candidato presidencial. Fundó en 2014 un nuevo partido Político, Morena, y en 2018 fue electo presidente. Todo ello bajo el diseño constitucional vigente que ahora pretende modificar.
Es cierto que, en 2006, tras perder las votaciones por una diferencia de medio punto porcentual, López Obrador denunció un fraude electoral que, a más de tres lustros de distancia, no ha acertado en demostrar aunque insista una y otra vez en su dicho. La historia trágica del siglo XX alerta del peligro de dar carta de credibilidad a las mentiras repetidas.
En las elecciones más recientes, del año pasado, el partido de López Obrador ganó 11 de las 15 gubernaturas en disputa. A la Cámara de Diputados, los partidos que lo respaldan tuvieron, eso sí, un millón y medio de votos menos que las oposiciones. Todos esos comicios son organizados por autoridades autónomas al gobierno, como el Instituto Nacional Electoral en colaboración con organismos públicos locales en cada entidad federativa. El listado de electores lo conforma el INE con la supervisión de todos los partidos políticos. Las mesas de votación se integran por ciudadanos sorteados y capacitados por el INE, quienes reciben a sus vecinos, les entregan las boletas electorales, cuentan los votos y llenan las actas. Esas actas (162.000 en 2021) se publican la misma noche de la elección e internet para que todo mundo pueda conocer cuál es la fuente primaria de los resultados electorales y, de manera transparente, comprobar su consistencia. Las misiones de observadores internacionales a México una y otra vez han refrendado la confiabilidad del sistema y el respeto irrestricto al sufragio.
Como se puede demostrar, el fraude electoral fue desterrado de la vida política de México hace décadas gracias al diseño de normas e instituciones en las que participaron todas las fuerzas políticas. ¿Por qué entonces el presidente se empeña en combatir lo que hoy no existe, en pelear con un mito, con una invención discursiva? ¿Por qué en su agenda está una reforma para acabar con la representación proporcional en el Congreso, castigando a las minorías políticas, y para minar las capacidades y autonomía del Instituto Nacional Electoral? Se trata, a diferencia de las reformas pactadas durante la transición, de una apuesta desde el poder no para ensanchar la democracia, sino para estrecharla.
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