Por Dagoberto Santos Trigo.
Estos son tiempos inesperados. Nunca pensamos que los momentos de pandemias regresarían. Atrás habían quedado los lejanos recuerdos de epopeyas pasadas ante pestes negras y olas de cólera. Pensamos que nunca más llegarían esos episodios históricos. Sin embargo, la terca realidad se ha encargado de recordarnos la fragilidad humana. Y con ella, el miedo, el pánico, la incertidumbre y el desasosiego, la duda y la desconfianza.
Hoy nuevamente sufrimos, no solo ante lo desconocido, sino ante el crudo panorama que se vislumbra en el horizonte: crisis económica, incremento de la violencia familiar, más migraciones forzadas, aumento de las desigualdades sociales, pesadumbre en el panorama personal, desequilibrios emocionales y mentales ante el confinamiento autoimpuesto, y un largo etcétera.
La vida pública colapsada por un patógeno diminuto, imperceptible al ojo humano, que se borra de la faz de la tierra con agua y jabón, pero que se reproduce de manera exponencial en el interior del cuerpo de los homo sapiens. Encerrados en nuestras torres de Babel, no entendemos todavía la magnitud de nuestros retos. Hemos caído en un bache y hemos parado de improviso, de manera fulminante, como cuando un bólido se impacta sobre la barrera de protección. Atrás hemos dejado oficinas y dinámicas de trabajo, empujes juveniles en torno a microproyectos, hemos olvidado el día en que vivimos, hemos dejado el contacto humano con nuestros amigos y familiares para evitar el contagio.
El panorama no es halagador: pueblos enteros levantan barricadas y cierran caminos ante el temor fundado de la llegada del virus; familias desplazadas por la violencia iracunda más allá de la pandemia; crisis en el sistema público de salud ante lo que dejamos de hacer en el pasado y la falta de planeación presente. Todo cambió en un instante, en un momento, en un lapso tan corto. Proyectos frustrados, retornos impensables, fanatismos y creencias retornadas; ignorancia galopante y creciente; miedos y frustraciones desbordadas. El virus arrasa casi por igual a ricos y pobres. Aunque hay matices, existen las excepciones de siempre.
Como lo señalara con atino Jorge Volpi, el mundo y nosotros con él, no se hubiera parado si el virus no estuviera impactando a las élites, a quienes son dueños de la riqueza mundial y nacional. Para evitar el daño se ha paralizado la vida económica, social y cultural. Parques vacíos, playas desiertas, vialidades fantasmas, plazas públicas desoladas, recintos culturales y educativos sin murmullos. Confinamiento, encierro o reclusión, como se le quiera llamar; lo cierto es que esa es una realidad para un sector de las y los mexicanos.
En otro escenario se encuentran quienes por ignorancia, valemadrismo o necesidad no se percatan de la pandemia, no le dan la debida importancia o, sabiéndolo, ponen en riesgo su vida con tal de llevar alimentos a sus familias en el viacrucis diario de no saber si se tendrán recursos para el mañana. En primera línea se encuentra el personal médico y de enfermería, que aun con carencias materiales y técnicas, tratan de llevar un poco de alivio y esperanza. También están quienes producen diariamente los alimentos que consumimos, los encargados del transporte público y quienes nos proveen de los servicios más elementales como son el agua, la energía eléctrica y el gas.
Y ante este panorama tan desafiante ¿todavía habrá tiempo para la democracia electoral? Me temo que no por un instante, que espero no sea tan prolongado. En la ponderación de necesidades, en el equilibrio de los valores, la participación electoral se inclina ante la garantía de la vida. Como si se tratase de la medición en una balanza, el resultado es contundente: hay que privilegiar la vida por encima de todo. De ahí el cierre de oficinas públicas, el paro de actividades económicas no esenciales y el encierro medieval que llevamos sobre nuestras espaldas.
Por la contingencia, olvidamos incrementar el padrón electoral y expedir credenciales para votar, aunque haya algunos vivales que quieran extorsionar en redes sociales ante la interrupción del servicio público; olvidamos certificar las últimas asambleas ciudadanas en pos de la constitución de partidos políticos; suspendimos plazos para el desahogo de actuaciones contenciosas, suspendimos la implementación de los programas de educación cívica así como la organización de procesos electorales locales en Coahuila e Hidalgo y modificamos los plazos para celebrar las otras fases, en especial, la de la jornada electoral, más adelante. Además, enviamos a sus casas a miles de trabajadores del Instituto Nacional Electoral para que estuvieran a salvo y trabajando desde sus hogares. Sin embargo, a pesar de la contingencia, para algunos todavía son momentos de consultas como la ocurrida en Mexicali, hace unas semanas, sobre la instalación o no de una empresa cervecera; o la realización de elecciones primarias partidistas en algunos estados de la Unión Americana por resolución de las Cortes Estatales.
No obstante esos ejemplos, la inmensa mayoría de las democracias, consolidadas o no, en el panorama internacional, se guardan en un impasse hasta nuevo aviso. En México, son tiempos de espera para la renovación de los poderes locales en los dos estados mencionados. También son momentos de reflexión, planeación estratégica y contratación de insumos para lo que será el proceso electoral más grande que se haya registrado en el país, que tendrá como unos de sus momentos relevantes, la jornada electoral de junio de 2021 en la que se renovará, además de la Cámara de diputados federal, quince gubernaturas, así como diputaciones y ayuntamientos en las treinta y dos entidades federativas.
Pasados los tiempos de emergencia sería bueno reflexionar sobre la necesidad de profundizar en la consolidación del sistema democrático. Pensar en que los actores políticos deben mejorar sus ofertas programáticas y más que campañas de odio, deberían profundizar en hacer creíbles sus propuestas legislativas y de gobierno. Por nuestra parte, resultaría muy conveniente trabajar con la sociedad civil en el impulso del conocimiento de las trayectorias de vida de las candidaturas; de conocer sus éxitos y fracasos; de acercarnos a lo que proponen para resolver los enormes problemas nacionales y regionales. Ese debe ser nuestro compromiso después de que pase la tormenta.