John Keane ha escrito un texto referencial, Vida y muerte de la democracia, que es un libro de consulta obligada y aunque se editó originalmente en inglés hacia el 2009, ya tenemos una edición en español que vio luz el año pasado gracias a un trabajo conjunto entre el INE y el Fondo de Cultura Económica.
Keane nos muestra la evolución de la democracia a través del tiempo, le da orden mientras nos pone un espejo que devuelve claridad para reconocer de dónde venimos, entender en dónde estamos parados y hacia dónde podemos dirigirnos.
El autor divide en tres etapas esa historia, la primera es la democracia antigua o asamblearia como la que se practicaba en Atenas hace 2,600 años; la segunda es la democracia que pasó de la asamblea en la plaza pública a la república representativa en Europa del siglo XVIII, y la tercera etapa Keane la llama “democracia monitorizada” o vigilante. Nos dice que ese periodo inicia desde finales de los años 40, teniendo como punto de inflexión la Segunda Guerra Mundial y los consensos multilaterales en materia de derechos humanos, un contexto donde el quehacer público tiene exigencia horizontal, de permanente escrutinio social y con diques al poder en cualquiera de sus expresiones, donde los pesos y contrapesos no reniegan de serlo por miedo, ni asumen que la única manera de comportarse es complacer a quien detenta el poder político o económico.
Así, pasamos de la etapa antigua de asambleas en las plazas públicas de los griegos a la república representativa que tuvo impulso en Europa y luego a lo que él llama “la democracia monitorizada”, la de los watch dogs o vigilantes que no parten del gobierno ni de los partidos necesariamente, sino de grupos organizados de la sociedad e instituciones con autonomía o cierta independencia, quienes monitorean de manera permanente uno u otro poder, generan contrapesos y contextos de exigencia.
Un elemento clave en este concepto de equilibrios, de monitoreo, escrutinio o vigilancia constante para los poderes es sin duda el surgimiento mismo de las naciones unidas y con ello el de instancias colegiadas con cierta distancia frente a un Estado específico, las cuáles pueden dar seguimiento e incidir con cierto margen en las decisiones relevantes para la vida pública. Esas instancias vigilantes no sólo forman parte de órganos multilaterales, para Keane son, sobre todo, las voces de organizaciones ciudadanas y las instituciones domésticas con autonomía frente a los gobiernos, dedicadas a “monitorazar”, exigir que se cumplan las reglas comunes y empujar agendas diversas.
Pone Keane ejemplos elocuentes de su papel, diciendo que la agenda del desarme nuclear, las medidas en contra del calentamiento global, la no discriminación o el combate contra la pobreza no han nacido originalmente por el empuje de los partidos, no surgieron tampoco en los gobiernos, sino en una sociedad civil vigilante y exigente.
Los equilibrios y contrapesos no deben asumirse con desafíos a uno u otro poder. Son parte de la normalidad democrática y si no hubiera revisores o vigilantes del poder difícilmente podríamos sostener que estamos en un entorno democrático. Por eso a nadie beneficia que se purguen o inhiban las voces críticas para uno u otro poder, al contrario, deben existir garantías para que se organicen desde la vida partidista, desde la sociedad civil e incluso desde las empresas que así lo consideren adecuado, aunque siempre es saludable transparentar las agendas, las motivaciones y los patrocinios.
Ningún proyecto ciudadano que use los circuitos legales para cuestionar el poder o impulsar sus puntos de vista puede calificarse como “golpista”, menos algún grupo político opositor que apueste por conquistar, de forma legítima, el poder por la vía de las urnas.
La democracia no inicia ni termina en las urnas, tiene una dimensión integral. Sin duda asociamos la idea de elecciones libres y justas con la democracia desde los tiempos de la república representativa, pero en la democracia monitorizada eso no es suficiente.
Consulta el artículo en: El Economista