Satanizar el directismo refrendario al que aludía Sartori hace algunos años, asumiendo que cualquier mecanismo de democracia directa es lo mismo e implica sólo propaganda de autopromoción, legitimación de una decisión ya tomada, es tan equivocado y riesgoso como pretender que las diversas modalidades de consulta popular al conjunto o a un sector de la población son igual de válidas aunque no tengan deliberación previa, información que contraste posturas o sesgo de origen en lo que se pregunta, que no es relevante establecer un umbral mínimo de votos o que es válido excluir de la consulta a quienes no piensan como quienes la promueven, ignorar que deben abrirse a todas y todos los involucrados para asumir vinculante el resultado.
Es legítimo y deseable arraigar rutinas de democracia directa, porque esa apuesta reconoce la construcción de país como un proceso que no sólo abre las urnas para renovar poderes, sino también para decantar rutas a seguir en temas trascendentes, involucrando a la población en la decisión no de forma cosmética sino con incidencia efectiva.
La democracia representativa que aprueba leyes en las cámaras no es ilegítima, debe, eso sí, rendir cuentas a sus electores, considerar a quienes no lo fueron y ser congruente con sus ofertas, aunque eso no significa consultarlas todas nuevamente antes de votarlas como ley o ponerlas en marcha como política pública. Sería costoso e imposible consultar todo, pero es deseable hacerlo con frecuencia en asuntos relevantes que sí justifican esa medida de directismo sin intermediación de los representantes populares.
La reforma reciente al artículo 35 constitucional, pese al avance que significó al incorporar figuras de participación ciudadana directa como la consulta popular para someter a votación temas de interés general, no logró concretar un marco propicio para hacer consultas viables, porque se colocaron demasiados candados que la complejizaron. Ejemplo de ello es prohibir consultar temas de derechos humanos; otra restricción incluida en la ley se profundizó con una interpretación restrictiva de la Suprema Corte, al determinar que las preguntas planteadas en el 2015 por el PRD y por Morena sobre la reforma energética tenían que ver con los ingresos y gastos del Estado y por eso no fueron autorizadas.
Ahí existe un obstáculo clave que requiere fronteras menos abigarradas. Es verdad que no hay prohibición para utilizar otros métodos para medir el ánimo social, como las encuestas, los foros o las consultas que no tendrían que limitarse a las urnas el día de la elección.
Un buen ejercicio para poner en marcha alternativas de democracia directa eficiente y sin altos costos es el voto electrónico. El INE ya cuenta con una aplicación que permitió verificar firmas reales de candidaturas independientes y desechar las que no lo eran.
¿Podría una consulta tener jornada de votación electrónica? La respuesta es sí, pero garantizando que existan espacios para dar a conocer información equitativa de quienes avalen un sí y de quienes estén convencidos de un no. De nada serviría un directismo dirigido, en donde la pregunta traiga incluida la respuesta o el nombre mismo de una consulta sea promoción del resultado esperado. En contraparte, de mucho sirve a la democracia ensanchar alternativas de participación directa y empoderar a la población al momento de tomar decisiones que a todas y a todos nos involucran.
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