El próximo año cinco países latinoamericanos vamos a tener elección presidencial (Costa Rica, Colombia, Brasil, Venezuela y México) y acorde al reporte de latinobarómetro se avizora en la región un escenario complejo, en donde conviven ingredientes como el llamado desencanto con la democracia junto con nuevas formas de participación, nuevos actores y liderazgos como los que apelan a la figura de candidaturas independientes.
El estudio, sin embargo, reconoce que las alternancias se normalizan, siguen expresándose con frecuencia y alejan a los países de estancos en ideologías o proyectos únicos. Ecuador por ejemplo, no tuvo alternancia ni experimentó viraje de izquierda a derecha pero sí Argentina sin mayores sobresaltos y en Chile probablemente, ante una competencia que ha mandado su elección a segunda vuelta.
La historia reciente da cuenta de un paisaje comicial que no tiene geometrías políticas definitivas, en donde el voto, en la mayoría de los casos, sigue reivindicando su papel como factor que iguala a la población y es clave para la permanencia o cambio de los rumbos políticos sin que eso signifique que en todos los casos ocurrirá. No son estables las orientaciones de derecha o izquierda en gobiernos, en buena medida, porque la población no termina de sentirse bien con resultados específicos de unos y otros.
Uno de los indicadores más preocupantes del estudio muestra que el apoyo en general a “la democracia” no aumenta en AL, e incluso pierde terreno en el ánimo de la población de los países, lo que en las conclusiones es equiparado a una “democracia diabética que no alarma”, pese a tendencias que van deteriorando su calidad y lastimando la percepción favorable. Los que menos respaldo manifiestan por el la idea de democracia serían Honduras y El Salvador con 34 y 35 por ciento de apoyo, respectivamente (según la metodología del estudio que parte de entrevistas a muestras representativas de habitantes); mientras México el país donde registra la baja más importante de un año a otro, 10 puntos menos que en 2016 para quedar en 38%.
Las reflexiones que expone latinobarómetro ponen acentos, alertan sobre esa indiferencia a un tipo de régimen que favorece derechos y libertades. Es una indiferencia al que aumentó de 23% en 2016 a un 25% en 2017. Algo no funciona del todo cuando sectores importantes de nuestras sociedades no arropan el valor de un entorno democrático frente los de dictaduras o autocracias, pero la respuesta a esa percepción indiferente podría encontrarse en un malestar complejo, que nace en la vida cotidiana y de ciertas formas de hacer política.
Pese a esos datos que no deben desestimarse, me parece que en México y en el continente, las urnas siguen representando un espacio que convoca y se resiste a que la indiferencia gane terreno definitivo, sin que ello implique renunciar a la exigencia por calidad democrática o a mejores resultados por parte de quienes detentan cargos electivos.
¿En verdad la mayoría de la población le da la espalda al voto o al modelo democrático del que es un elemento fundamental? No, o al menos no todavía de manera mayoritaria y ese es el camino que debemos consolidar y defender.
En elecciones intermedias federales la participación, pese a que suele ser baja históricamente, ha repuntado en los últimos años, igual que en el caso de las contiendas presidenciales, en donde sigue siendo una mayoría de votantes quienes ejercen su derecho de acudir a las urnas: En 1994 fueron 77.2%; en 2000 bajó a 63.9% y en 2006 otra vez bajó a 58.5%, pero nuevamente repuntó en 2012 con 63.1%.
Uno de los retos de las campañas en puerta es el imperativo de saberse observados por una ciudadanía mucho más exigente, que no termina de estar satisfecha con las formas de hacer política, que sigue acudiendo a las urnas pese a ello y que tal vez, puede encontrar incentivos para ponderar el valor de la democracia y revertir desencantos, si atestigua que en la disputa por el poder no se impone el sembrar descalificaciones gratuitas a los árbitros o sembrar calumnias sobre los adversarios de boleta, no se enaltecen las llamadas campañas negras como estrategia normalizada para mermar la imagen de un competidor sin importar que haya mentiras deliberadas. Cosechar simpatía electoral a partir de mentiras deliberadas tiene efectos efímeros, pero puede cosechar un desencanto duradero una vez que terminen las elecciones.
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