La consigna de retirar el financiamiento público a los partidos para reencauzar los recursos a la reconstrucción ha sido acogida por muchos miles de ciudadanos
Los millares de personas que se volcaron espontáneamente a colaborar en el rescate de víctimas del sismo del 19 de septiembre, y a ofrecer víveres a los damnificados y rescatistas, son un testimonio vivo de valores cívicos y sentimientos de solidaridad que se anidan en la sociedad mexicana. A pesar de que a veces se soslaya, hay entre los mexicanos un fermento favorable para la vida democrática. Al mismo tiempo, el dolor por las pérdidas humanas y una irritación social largamente fermentada han provocado reclamos poco meditados contra algunas instituciones que son indispensables para la democracia.
La consigna de retirar el financiamiento público a los partidos políticos para reencauzar los recursos a la reconstrucción postsísmica se extendió rápidamente entre los cibernautas y ha sido acogida por muchos miles de ciudadanos más. La reacción es comprensible. Desde hace años, muchos piensan que los partidos cuestan demasiado y que velan más por sus intereses particulares que por representar las necesidades y demandas de la sociedad. Y, dada la situación de emergencia creada por los sismos y los enormes gastos que los afectados y el Estado tendrán que erogar, es legítimo reclamar que recursos apreciados como superfluos se destinen a mejores causas.
El reclamo es legítimo, pero la solución que se propone podría causar más problemas que los que quiere resolver. Hay que recordar que el financiamiento público a los partidos políticos se estableció en México desde la reforma política de 1977 para crear condiciones mínimas de competitividad para los partidos de oposición. Tras varias décadas de hegemonía de un partido que se confundía con los aparatos del Estado y se nutría ilegalmente de abundantes recursos públicos, los partidos de oposición de entonces apenas podían participar en las elecciones en forma testimonial, con muy pocas posibilidades de ganar posiciones del poder público. La reforma electoral de 1996 incrementó notablemente los montos de financiamiento legal a todos los partidos y creó, por primera vez, un piso más parejo para competir. El resultado no se hizo esperar: en 1997 el partido entonces hegemónico perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y el gobierno del Distrito Federal, y en 2000, perdió la Presidencia de la República. Sin financiamiento público a los partidos, en México la alternancia en el poder habría sido virtualmente imposible. Y en cualquier país sin financiamiento público a los partidos, los resultados de la competencia electoral tienden a determinarse por el poder del dinero; es decir, por empresas privadas, por recursos púbicos sustraídos ilegalmente y por poderes fácticos legales e ilegales.
Sin embargo, es innegable que los montos de subvención a los partidos han rebasado niveles razonables. Un principio necesario para la competencia democrática se ha desvirtuado por exceso. Particularmente la reforma electoral de 2014 propició un aumento del gasto público total en los partidos, al replicar en los estados la fórmula de cálculo del financiamiento federal.
Es justo revisar y corregir los excesos que pueda haber en los montos de financiamiento ordinario y en los gastos de campaña. También es necesario reforzar los mecanismos de fiscalización de los ingresos y gastos de los partidos y candidatos. Pero un cosa es corregir excesos en la aplicación de un principio y otra muy diferente abolir el principio mismo. Sería como tratar de curar la obesidad con la anorexia.
Además, es indispensable que cualquier solución sobre los recursos de los partidos y su eventual canalización a favor de los damnificados por los sismos se ciña al marco de la ley. Los partidos pueden, voluntariamente, renunciar a una parte del financiamiento público para cederlo a las necesidades sociales de emergencia, pero no pueden ejercer ese gasto por sí mismos. No es válido que un partido disponga a su arbitrio de los recursos que el Estado le otorga para cumplir sus fines institucionales; menos aún sería admisible que los usara como dádivas para ganar adhesiones políticas. Hacerlo no sólo sería ilegal (ya que está tipificado como delito electoral), también sería inmoral. Por otra parte, es necesario respetar la norma constitucional que impide hacer cambios en las leyes electorales, en el proceso electoral cuando ya está en curso. Es un principio de certeza que a nadie le conviene transgredir.
La presión de la opinión pública y la antipatía popular hacia las instituciones políticas ha provocado en algunos partidos reacciones poco meditadas, en las que se mezcla el sentimiento de culpa con el oportunismo. Ofrecer renunciar del todo al financiamiento público, e inclusive suprimirlo legalmente en forma definitiva, puede ganar el aplauso de las graderías en lo inmediato, pero podría conducir al suicidio político de esos partidos y quizá de todo el sistema de partidos. Hace falta un análisis sereno de la situación y una evaluación racional de las alternativas. Todos los partidos necesitan dinero para competir en las próximas elecciones, y más vale que lo obtengan de las fuentes que la ley prevé antes que buscarlo donde no deben hacerlo.
Vale la pena reafirmar una enseñanza elemental de la política moderna: no hay democracia digna de tal nombre sin un sistema de partidos pluralista y bien asentado. Hay algo peor que tener partidos poco populares y acaso irresponsables y dispendiosos: no tener partidos o tener sólo uno. No debe olvidarse que las elecciones son el único mecanismo civilizado para cambiar o refrendar a los gobiernos, y este mecanismo debe preservarse aun en las situaciones de mayor emergencia. Las democracias más maduras no han suspendido sus elecciones ni siquiera en tiempos de guerra.
Ante la situación de emergencia que hoy vive México se requiere, de parte de los partidos y gobiernos, mucha sensibilidad social, pero, al mismo tiempo y en primer lugar, responsabilidad política. De otra forma, podría estarse cancelando, sin querer, el futuro democrático del país.
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