La reforma electoral confirió al INE facultades de atracción y asunción de atribuciones de los organismos locales y también de delegar a éstos ciertas atribuciones nacionales.
La reforma electoral de 2014 sustituyó el modelo federalista —en el que el Instituto Federal Electoral coexistía con los organismos estatales autónomos responsables de las elecciones de su entidad— por un sistema semi-centralizado, con un Instituto Nacional Electoral (INE) como órgano rector y 32 Organismos Públicos Locales (OPL), cuyos consejeros serían designados por el Consejo General del INE. Algunas de las funciones esenciales de la organización electoral, como la ubicación de casillas y la capacitación y designación de funcionarios de las mismas, se convirtieron en atribuciones directas del INE; otras funciones, necesarias para propiciar la equidad en la competencia, como la fiscalización de los ingresos y gastos de los partidos y candidatos, se transfirieron también al organismo nacional; lo mismo ocurrió con la facultad de determinar la demarcación de los distritos electorales locales. (Otras funciones fundamentales para las elecciones, como confeccionar el padrón electoral y asignar a los partidos los tiempos de radio y televisión para su propaganda, ya eran atribución exclusiva del IFE.) Adicionalmente, la reforma confirió al INE facultades de atracción y asunción de atribuciones de los organismos locales (y también de delegar a éstos ciertas atribuciones nacionales).
Con todas esas nuevas atribuciones, el IFE, convertido en INE, creció en tamaño, gasto y responsabilidades, mientras los organismos locales vieron disminuir sus facultades y algo de su autonomía. El propósito de la reforma fue proteger a los institutos electorales estatales de la influencia de poderes políticos locales y dar más confiabilidad a las elecciones por medio de la homogeneización de reglas, procedimientos y parámetros técnicos. Se trataba de reunir en un modelo mixto lo mejor de las capacidades del INE y de los organismos locales.
Sin embargo, el cumplimiento de ese propósito no ha sido fácil. Si bien se ha logrado elevar la calidad y confiabilidad de algunas tareas, como la instalación de casillas y la integración de sus mesas directivas, así como la fiscalización de los ingresos y gastos de los partidos y candidatos, otras actividades se han complicado, como la recolección de paquetes electorales después de la jornada, entre otras. La concentración de atribuciones y tareas en el INE (las que la ley le confiere expresamente y las que ha atraído para emitir normas y procedimientos), si bien en la mayoría de los casos ha producido niveles mayores de eficacia y confiabilidad de las funciones electorales, en algunos aspectos ha implicado para este instituto una sobrecarga de responsabilidades y un aumento de riesgos políticos. Correlativamente, los OPL han experimentado una disminución de tareas y una suerte de dilución de algunas de sus responsabilidades. En la práctica, la delimitación de atribuciones y obligaciones de INE y OPL no siempre es clara, y en consecuencia, las responsabilidades de cada parte en la ejecución de tareas se torna ambigua. Cuando en una elección local todo sale bien (y se percibe así por los actores políticos), el mérito corresponde a ambos organismos; cuando algo falla (en la realidad o en la percepción pública) es difícil el deslinde preciso de responsabilidades, porque las funciones ejecutivas del OPL están sujetas a lineamientos emitidos por el INE. En su caso, muchos se preguntan: ¿qué falló, el lineamiento central o la ejecución local?
La experiencia de las elecciones de 2015, 2016 y 2017 indica que el modelo ha funcionado bien en lo esencial, puesto que en todos los casos las elecciones se han llevado a cabo, y las fallas operativas y las dudas sobre su autenticidad han sido más la excepción que la regla. El problema es que las fallas reales o supuestas en elecciones locales adquieren resonancia nacional y siembran dudas sobre la capacidad, tanto de los OPL como del INE, de garantizar elecciones limpias, equitativas y auténticas.
Las complejidades que de suyo tiene el modelo electoral semicentralizado en ocasiones se acentúan por las presiones de los actores políticos. Hay quienes desconfían de las capacidades y la probidad de algunos OPL, y a veces exigen que el INE asuma las funciones de aquéllos. Lo cierto es que entre los organismos electorales locales existe una gran diversidad. Hay algunos con gran solidez institucional, capacidades técnicas probadas y abundancia de recursos; hay otros más débiles, en proceso de maduración o con escasez de recursos técnicos y financieros; los más comunes se ubican en posiciones intermedias. Pero las críticas o la desconfianza que despiertan algunos OPL no siempre se basan en su desempeño real, sino en la insatisfacción de contendientes políticos con los resultados de cada elección. El INE, por su parte, trata de garantizar que los OPL cumplan su misión de autoridad con eficacia e imparcialidad, a la vez que tiene que respetar las decisiones autónomas que les corresponden. No siempre se logra el equilibrio deseable entre esos dos propósitos.
Cuando se advierten deficiencias en algunos OPL, el INE se inclina a regularlos más acuciosamente con lineamientos generales, que por serlo, se aplican inclusive a organismos locales que no presentan tales deficiencias. Regulaciones más estrictas tal vez produzcan más homogeneidad y seguridad en los procedimientos, pero, comprensiblemente, provocan tensiones soterradas entre el organismo rector y el organismo regulado.
Ante el enorme desafío que representan las elecciones de 2018 —elecciones simultáneas de Ejecutivo y Legislativo federales, y elecciones en 30 entidades federativas— es necesario considerar con toda seriedad y objetividad cuál es el mejor camino para conducir un proceso de tal magnitud y complejidad. Una mayor centralización de decisiones y funciones en el INE puede rebasar sus capacidades operativas y sobrecargarlo de responsabilidades políticas, hasta poner en riesgo al proceso electoral en su conjunto. En cambio, ceñirse a la distribución de competencias que la Constitución y la ley establecen expresamente para cada organismo, dará más certeza a todos y hará que cada quien asuma su responsabilidad. Apostar por la autonomía de los OPL y confiar en sus capacidades, en vez de tutelarlos y sobrerregularlos, puede abonar más al propósito de conjugar lo mejor del organismo central y de los organismos locales. Tanta autonomía de los OPL como sea posible dentro de la ley, y tanta rectoría y vigilancia por parte del INE como sean necesarias, puede darnos procesos electorales más eficientes y confiables, y permitir que el sistema nacional electoral vigente madure y rinda los mejores frutos.
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